Tengo 34 años y hace tres me diagnosticaron autismo

Tengo 34 años y hace tres me diagnosticaron Trastorno del Espectro del Autismo (TEA). Llamar a alguien «autista» se convirtió, hace ya tiempo, en un insulto. Bien pensado, todo es susceptible de ser utilizado como insulto: ser alto, ser bajo, llevar gafas, tener mucho pelo, tener poco pelo, cecear, sesear, ser cojo, ser listo, ser tonto… en fin, la lista es larguísima. Por eso, cuando me enteré que estaba dentro de eso que llaman autismo, me asusté. ¡Uf! Por si no me habían rechazado poco en mi vida, encima ahora me llamarían «autista…»

Pero, a la larga, el diagnóstico ha sido literalmente mi salvación. Y la de mi familia. Tengo más paciencia conmigo; tienen más paciencia conmigo. Tomo una medicación adecuada para regular mis niveles de serotonina y me reconozco a mí misma en el espejo. Soy la misma persona que era antes, pero ha salido de la nada un aura que me rodea y me protege. Aunque los síntomas del autismo no siempre son los mismos, les contaré los que yo he conocido y cómo he tenido que esforzarme para desenvolverme en el día a día.

Aparentemente tenía las mismas habilidades que mis compañeros del colegio, pero siempre me costó enfrentarme a cuestiones prácticas. Ahora que los computadoras se van metiendo en las escuelas, no sé si en los colegios seguirán existiendo esos muñecos de cartón a los que se les ataba la ropa con lazadas. Siempre tuve pánico a que llegara mi turno de hacerlo… Pero claro, llegó mi turno y tuve que reconocer abiertamente que era incapaz. ¿Qué solución encontró la maestra? Castigarme y exigirme que hiciese los nudos en la media hora del recreo. ¿Acaso pensaba que bajaría el dios de los cordones y me susurraría cómo hacerlo? Al final aprendí a hacer un moño muy aparente que es el que vengo realizando desde entonces. Pero lo cierto es que tengo 34 años y todavía no sé atarme los cordones como el resto de la gente.

¿Otro ejemplo además de los cordones? El reloj. Mi mente no clasifica los momentos del día con las horas inventadas por el ser humano. Es como si retuviera una memoria ancestral, primitiva, común a la que tienen los animales, con un planteamiento libre, flexible y arbitrario de la división temporal. Cuando he vivido sola, he llegado a perder completamente la noción del tiempo. Soy capaz de comerme un plato de garbanzos a las doce del mediodía o de desayunar a las siete de la tarde. ¿Y qué pasa? Absolutamente nada, de verdad.

Podría seguir enumerando otras dificultades, como la orientación o el dinero. Cuanto más mayor me hago, más me doy más cuenta de que en realidad las cosas que me cuesta entender son las inventadas por las personas, como el tiempo, el dinero, un determinado tipo de nudo… Al final el problema no es que no podamos hacer algo (eso se aprende). El problema radica en el miedo a que la gente nos señale, porque cositas pequeñas que a la gente le pasan casi desapercibidas, para mí suponen agravios terribles. Ahora sé que lo que me pasa se llama hipersensibilidad.

La anécdota de los cordones también sirve para explicar otros aspectos de mi vida. Para mí, lo mejor de mi etapa en el colegio es que ya quedó atrás. ¿Que no sabes hacer algo? Se te castiga. ¿Que eres lenta? Se te castiga. ¿Que eres muy buena en algunas cosas y dejas en evidencia al docente? Se te castiga. ¿Pero qué hay que hacer para aprender correctamente en este país? En la escuela yo no era la única de mi clase, ni mucho menos. Pero no conozco ningún otro caso en el que dos compañeros (un chico y una chica) prohibiesen al resto que me dirigiesen la palabra. Para los profesores este tipo de actitudes o bien pasan desapercibidas  o bien las entienden como algo normal.

Los maestros deberían tener un poco más de formación y adaptarse a las necesidades concretas de sus alumnos. Por ejemplo, los niños con autismo pueden ser más lentos en sus respuestas y en sus gestos, o se comunican mejor haciendo dibujos o señas, o pueden repetir palabras y frases que escuchan, o usar palabras fuera de lugar… No sé, yo en la escuela, por ejemplo, podía hacer la pregunta menos oportuna, o ponerme a dar saltitos de alegría, o cantar la canción de David el Gnomo en medio de clase. También creo que los padres deberían enseñar a sus hijos a respetar a los niños que se comportan de esa manera.

Con el tiempo, y sabiendo lo que me ocurría, he desarrollado dos sistemas operativos mentales: el mío, el que venía en mi cabeza el día en que nací (M1), y el de los demás, que me sirve para andar por la calle (M2). No es que se hayan fundido en uno solo, porque soy consciente de las diferencias. Me gustan los recuerdos que guardo en mi M1. La gente normal registra el día de su graduación, el día de su boda, el día en que nacieron sus hijos. Yo recuerdo el primer día que escribí mi nombre, y fue en un globo. Aún iba a la guardería, lo hice en casa, por la mañana, y se lo enseñé a mi madre. Pensé que se volvería loca de contenta, pero la pobre estaba todo el día trabajando y para ella esos momentos felices debían entrar en la categoría de simples.

Mi M1 tiene almacenado también el recuerdo de la primera vez que oí muchas de las palabras que estoy ahora mismo escribiendo: sé dónde estaba, quién las dijo, recuerdo la voz, el olor del lugar… en fin, cosas importantes, repito. Recuerdo aprender los números en clase, en la pizarra, y en cambio mi mente me los mostraba con formas y colores, con relaciones «personales» entre ellos. Además a cada número le correspondía un color, un objeto, una fruta, varias cosas a la vez… no sé, era genial. Parece una locura, pero les juro que más locura es el funcionamiento de la Bolsa y a todo el mundo le parece normal. Aunque me alegra haber construido un M2, me apena haber perdido parte de la plasticidad de mi M1. Es el precio que he tenido que pagar, pero creo que compensa.

Mi falta de amigos siempre se ha visto suplida por mi desbordante imaginación. Esa es la última que se pierde, incluso cuando se ha marchado la esperanza, y lo digo desde mi propia experiencia. Mucha gente no lo sabe, pero grandes escritoras como Elfriede Jelinek, que incluso ganó un Nobel, tienen síndrome de Asperger, que es una variedad de autismo. A Amélie Nothomb también se lo diagnosticaron y, de hecho, en las primeras páginas de La metafísica de los tubosdescribe la importancia del lenguaje desde el pensamiento de una persona con autismo.

Pero todavía debo seguir aprendiendo. Siempre, siempre, siempre, me equivoco con la gente. Las personas con autismo solemos tener más problemas en la interacción, a la hora de interpretar los gestos, las palabras y las intenciones de los demás. En la mayoría de personas hay una campanita interior que te avisa de que, aunque te esté sonriendo, no caes bien a la persona que tienes delante; o de que te la puede armar; o incluso de que se aprovechará de ti. Pues bien, en mi caso esa campanita suena siempre que conozco a alguien. No puedo confiar en la gente, de modo que para no enloquecer, o para no quedarme encerrada en casa, me dejo manipular, ridiculizar y marginar hasta que me canso.

Hace unos días, al despedirse de mí, me dijo el psiquiatra: «Te hace falta un poco de travesura de la que les sobra a los demás». Él es buenísimo y siempre son acertadas sus palabras, pero en este caso me vi obligada a corregirle: «Tal vez sea a ellos a los que les hace falta un poco de la inocencia que me sobra a mí». No pudo por menos que darme la razón, y cualquiera que conozca a alguien como yo entenderá a qué nos referimos.

Como digo, ahora tengo la situación más controlada, pero eso no quita que a veces me encuentre sobrepasada. En esos momentos termino sentada en el suelo, contra la pared y con las rodillas dobladas hacia el pecho: da igual que sea en un piso compartido, en una residencia universitaria, en el trabajo o en clase. Y el suelo tiene que ser el del cuarto de baño: como esta situación se me presenta tan a menudo, es mejor tener preparado el ritual que sabes que te va a ayudar, así que sigo metódicamente los pasos que me lleven a no hiperventilar.

Me gustaría que la gente comprendiera mejor a las personas con autismo. Por eso escribo este artículo. Porque si te fijas, no lo he firmado con mi nombre. No tengo muy claro cómo reaccionaría la gente de mi entorno si se enterase de mi autismo. El día en que pueda firmar con mi nombre, entonces sí que habremos dado un paso importante. Me gustaría decir «Soy yo, con mis cordones desatados; soy yo, con mis momentos de desconexión; soy yo, cuando no entiendo una broma absurda; soy yo, a pesar de no saber qué hora del día es; soy yo, ¡qué feliz me hace ser yo!».

Decían los presocráticos que el origen de la filosofía era simplemente el asombro. Y nosotros somos filosofía pura. Las cosas cotidianas, las reguladas socialmente nos asombran tanto… tal vez porque esas normas sociales se han creado de forma unilateral: son como las tijeras. Hasta hace poco nadie pensó que los zurdos no podían cortar bien con tijeras normales. ¿Y que son unas tijeras normales? Pues las que sólo pueden usar los diestros, lo cual convierte automáticamente a los zurdos en anormales. En vez de ser considerados minoría, son anormales, qué cosas.

 

Fuente:  El País